Thursday, April 12, 2012

La vida es un viaje decían los ascetas

La vida es un viaje decían los ascetas, cuando viajamos se eleva a la última potencia el carácter de fugacidad que es propio a nuestra relación con las cosas. Rodamos sobre ellas y ellas sobre nosotros, de modo que por blandas, suaves y redondas que sean, su contacto con nosotros tiene siempre algo de punzada, de pinchazo doloroso. Al tiempo que decimos “ya vienen, ya vienen” a ese paisaje, a esa amistad, a ese acontecimiento tenemos que ir preparando los labios para decir “ya se van, ya se van”
(…) Precisamente por que son cosas maravillosas su huida apresurada nos deja en el corazón cicatrices. Pero dejemos tan grave asunto. Mi intención se reduce a decir una cosa sin importancia ni transcendencia a saber: que en los viajes se hace extremada la momentaneidad de nuestro contacto con los objetos, paisajes, figuras, palabras y paralelamente crece y nos acongoja la pena que sentimos. Quisiéramos de algún modo fijar alguna de aquellas cosas que pasan a escape (…). A ese fin llevamos cuadernito y un lápiz; apuntamos unas breves palabras y cuando un día, andando el tiempo, las leamos, el paisaje, la palabra, la fisonomía que desapareció adquiera cierta supervivencia, una como espectral vida que conserva de la real ecos, remotos latidos

El espectador, Ortega y Gasset

Llegamos a Yurimaguas un pueblo atroz y decadente que lidia desde su fundación una lucha a muerte con la selva que le circunda. En equilibrio pero con evidentes síntomas de agotamiento. Carreteras engullidas por el barro, fachadas dejándose desconchar bajo el peso íntimo y visceral de la humedad que reina enrrededor y que habita en sus grietas.
En un viaje de 36 horas hemos dado un salto en el tiempo y en el espacio. Las personas parecen ser más contemporáneas que esos personajes andinos que poblaban las ruinas incas con la naturalidad de sus fundadores.
Y la montaña andina se ha cambiado en el decorado por selva, indómita, calurosa y húmeda. Y nos rodea al acecho, como esperando un descuido, observándonos con sus ojos de fiera salvaje. Y da la impresión de su espera paciente, que en cualquier momento nos atacará para engullirnos y borrar el pueblo de la faz de la tierra.
Moteadas, entre la verde espesura, las casas hechas de hojas de platanero y caña se desdibujan bajo la lluvia , incorpóreas, y parecen un árbol más. Y los hombres que la habitan parecen hormigas bajo el efecto del sopor de un día de lluvia, inmóviles, sentados en el umbral contemplando el manto de agua que cae ininterrumpido. Sus pieles arcillosas se confunden con el suelo de tierra y solo sus ojos oscuros enmarcados en el blanco logro distinguir. La música caribeña no deja de sonar, Surgida de un logar que no logro distinguir, como si brotase de la tierra. Y el calor latente a disipado cualquier parecido con el frío reinante en las alturas andinas.
Encontramos un hospedaje en la parte oeste de la ciudad. En el lugar donde esta se acaba abruptamente cortada por el río Huallaga, afluente del río Amazonas. Los delfines grises pasean tranquilamente surcando la ventana a través del manto de lluvia. El paisaje es abrumador y a la vez tranquilizante. Y siento como si por un momento ocupase el lugar que me pertoca en la escala evolutiva, justo al lado de los monos que aúllan más allá del tupido velo verde que contemplo.
Después acertamos aprovechar que ha dejado de llover y recorremos la orilla del río.
… Que nimia se ve la existencia del hombre aquí. A diferencia de en las urbes donde el hombre está rodeado de humanidad y civilización y ocupa el lugar artificial que ha creado para si. Aquí el hombre es algo más, ni más ni menos importante templado por la misma lucha por la supervivencia de todo lo que le rodea, como el platanero y el río, el delfín y el caimán. Y como todo lo demás muestra sus síntomas claros de efímera existencia con cicatrices y flaquezas, como si esperase a la siguiente lluvia para dejarse arrastrar y desaparecer como pegote de barro . Algo frágil y precario, algo fugitivo.
Esa dolorosa punzada que uno siente en su sensibilidad cuando en un extravío de su imaginación visualiza una ciudad fantasma robada de las gentes que la deberían habitar, sin gente en las calles ni niños embutidos en el griterío de los parques o sin el trajín de coches pitando en el embudo cotidiano aquí no tiene sentido. Aquí esa idea y miedo especular no tiene donde aferrarse. Son realidades que a fuerza de distancia no pueden comunicarse. Mundos paralelos.
Observo que en la ciudad la lluvia es algo repugnante, una como injustificada invasión de la naturaleza primigenia en el paradigma de la civilización humana que es la urbe, y aquí es otra naturalidad, ni más ni menos intensa que la canto de las cigarras o las serpientes que pasean en los caminos embarrados.
Y viendo que como cada día un cálido manto de agua deja de suspenderse como éter se solidifica y arrastra de la atmosfera esa humedad omnipresente, se quitan la ropa y con las manos mediando entre el cielo y su cuerpo.
Mientras en la ciudad la gente huye corriendo utilizando paraguas como profilácticos higiénicos aquí la gente se desnuda y se ducha. Las ciudades son un ensayo de secesión que hace el hombre para vivir fuera y frente de la naturaleza para tomar de esta solo sus frutos en porciones selectas y acotadas… Pero llueve… y el agua tiene el poder mágico de unir lo terrenal y lo humano.

A partir de aquí ya solo nos queda seguir el río a bordo de una de esas barcazas con lo necesario para convertirnos como la ciudad en un asentamiento provisional, frágil y precario. Para en fin convertirnos en meros y minúsculos espectadores rodeados de la grandeza, del paraíso que algún día fue la tierra. Convertirnos en Adán y Eva y dejarnos arrastrar, antes de caer en el abismo del tiempo, en el corazón de la selva que es nuestro corazón mismo.

No comments:

Post a Comment